La sirena Belinda
De viaje por otros países es fácil que uno pueda ver y experimentar cosas que en apariencia sean muy locas. Cosas poco comunes que de entrada pueden parecer irreales, surreales, imposibles. Pero cualquier cosa puede pasar en esta vida y creo que es mejor cuando tenemos nuestros corazones abiertos, receptivos... dispuestos a enamorarnos de los detalles mínimos y mágicos... por qué no... de una sirena.
Y así fue. Hace tiempo me enamoré de una sirena. Una sirena plateada que repartía sonrisas en una esquina. Era una sirena dulce como las miradas de los niños que la contemplaban. La sirena se llama Belinda y nació en las Islas Canarias.
Recuerdo que la encontré al final de un callejón en Nerja, Málaga, España. Estaba ahí tan bonita, tan dulce, tan sirena, tan plateada, tan tierna, enamorando a sus fans tan luminosa. La contemplé fascinado. Admiré la progresión de sus gestos al ritmo de las monedas, que en su caja de pañuelos le depositaba su público.
La contemplé un rato largo. Me miró y me sonrió. Conversamos sin palabras. En uno de sus instantes de quietud, saqué una moneda de mi bolsillo. La deposité en su caja de pañuelos y fui recompensado con una sonrisa, y una sucesión de graciosos aleteos coronados con la música de su caracol.
Finalmente, después de unas horas terminó su turno, era tarde. Los transeúntes más jóvenes habían desaparecido y los mayores no se detenían a contemplarla. Belinda se arrancó su aleta, descubriendo unos pies pequeños y descalzos. Ahí estaba, a la luz de la luna, una sirena plateada fumándose un cigarro. Me acerqué a ella y comenzamos nuestro contacto verbal.
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