Camino a Dublín
El cielo se había nublado y parecía que fuera a comenzar a llover en cualquier momento. Afortunadamente no tuve que esperar mucho, a los cinco minutos, una pareja de viejos ofreció llevarme unos cuarenta kilómetros al norte, a un pueblo llamado Mitchelstown. Con ellos tampoco hablé mucho y ellos no escuchaban The Cure, ni ningún otro tipo de música. A lo largo de los cuarenta kilómetros estuve a punto de dormirme un par de veces. Estaba cansado pues la noche anterior había salido con mis amigos españoles a beber las últimas cervezas Guinness de mi verano irlandés. Pero no me dormí y me bajé a las afueras de Mitchelstown.
Esperé media hora comiéndome los chocolatitos con menta que me había regalado Frank, un estudiante de biología francés que trabajaba conmigo en Dino’s. El cielo seguía gris, amenazante pero no llovía y por fin, después de mostrarles el cartel que decía Dublín a muchos conductores, se paró un coche muy cerca de mí. Recogí mi mochila y corrí hasta el coche. Abrí la puerta trasera, dejé mis cosas y luego me subí, enfrente, junto al conductor. Era un tipo amigable, irlandés con acento fácil de entender. El iba escuchando U2, Where the streets have no name...
Hablamos casi todo el tiempo durante los más de doscientos kilómetros que hay entre Mitchelstown y Dublín. Se llamaba Roy, tenía unos treinta años y había ido al sur de Irlanda a visitar a un amigo ese fin de semana; volvía en esa tarde de domingo para trabajar el lunes por la mañana. Hablamos de México y de los Americans, de Irlanda y de los English; de nuestros países y de nuestras relaciones con los países vecinos. Hablamos de música, de los grupos irlandeses, de cine, de nuestros planes futuros, de lo que han sido nuestras vidas. Y cruzamos el sur de Irlanda en su cochecito, un Ford de principios de los noventa muy confortable.
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