Dejando Suecia por primera vez
Al volver de mis sueños, de vuelta en Suecia, me encontré un día de camino a la casa en las montañas de los padres de Anna. A través de la ventanilla disfrutaba de un desfile de abetos, pinos, abedules, un lago por ahí y otro por allá; casas de maderas, rojas, amarillas, verdes, algún zorro, una manada de renos y algún ciervo. Para mí, ya el ver tanta fauna silvestre era una experiencia exótica, me hacía sentir como en un documental de National Geographic, pero el viaje se vio coronado cuando nos paramos a comer hamburguesas de carne de alce… y aunque no le encontré nada especial en cuanto a sabor, me pareció interesante probar la carne de un animal silvestre.
Anna, sus padres y yo, estuvimos tres días en la casa de las montañas. Todas las mañanas, preparábamos sándwiches, un termo con café y uno con chocolate. Con mochilas en la espalda salíamos a caminar un rato y disfrutamos de días claros e incluso alguno caluroso, viéndonos obligados a quitarnos las chamarras. Cruzábamos bosques y nos encontrábamos con algún río. Subíamos alguna colina y pasábamos cerca de un lago. Todo era tan bonito, tan apacible, tan perfecto; que me sentía viviendo dentro de una postal. Y muy pronto me di cuenta de cuánto valoran los suecos los días soleados.
Anna y sus padres querían estar al aire libre todo el tiempo, aún cuando el sol estuviera en su punto más caluroso y picante del día. Cuando yo, de forma instintiva, quería quedarme dentro de la casa, refugiado en la sombra. Pero después de vivir mí primer invierno allá, rodeado de nieve por todos lados y padeciendo una pesada oscuridad veinte horas al día; durante los veranos, yo también quería disfrutar de los rayos del sol cuando aparecían.
Finalmente llegó el día de dejar Suecia. Anna y yo seguíamos conociéndonos y como todo parecía marchar bien entre nosotros, decidimos continuar con nuestra aventura. Quedamos de vernos en el aeropuerto del D.F. el 12 de septiembre de 2001. Pasaríamos en México una temporada de dos meses. Yo tenía ya muchas ganas de ver a mi papá, a mi mamá, a mis hermanos, al resto de mi familia y a mis amigos. Además, Anna y yo podíamos seguir conociéndonos y ella tendría la oportunidad de convivir con mi familia, de conocer mi país.
Entonces, el nueve de septiembre volví a Madrid. Lavé mi ropa sucia y organicé de nuevo mi mochila. Tres días después, la mañana del 11 de septiembre de 2001, inicié mi viaje de retorno a México. Como los demás pasajeros del vuelo y como casi todos los habitantes del planeta, no tenía idea de que ese, sería un día trágicamente histórico. No sabía que en el momento justo en que un primer avión se estrellara contra las torres gemelas, yo estaría volando con dirección a Nueva York.
Anna, sus padres y yo, estuvimos tres días en la casa de las montañas. Todas las mañanas, preparábamos sándwiches, un termo con café y uno con chocolate. Con mochilas en la espalda salíamos a caminar un rato y disfrutamos de días claros e incluso alguno caluroso, viéndonos obligados a quitarnos las chamarras. Cruzábamos bosques y nos encontrábamos con algún río. Subíamos alguna colina y pasábamos cerca de un lago. Todo era tan bonito, tan apacible, tan perfecto; que me sentía viviendo dentro de una postal. Y muy pronto me di cuenta de cuánto valoran los suecos los días soleados.
Anna y sus padres querían estar al aire libre todo el tiempo, aún cuando el sol estuviera en su punto más caluroso y picante del día. Cuando yo, de forma instintiva, quería quedarme dentro de la casa, refugiado en la sombra. Pero después de vivir mí primer invierno allá, rodeado de nieve por todos lados y padeciendo una pesada oscuridad veinte horas al día; durante los veranos, yo también quería disfrutar de los rayos del sol cuando aparecían.
Finalmente llegó el día de dejar Suecia. Anna y yo seguíamos conociéndonos y como todo parecía marchar bien entre nosotros, decidimos continuar con nuestra aventura. Quedamos de vernos en el aeropuerto del D.F. el 12 de septiembre de 2001. Pasaríamos en México una temporada de dos meses. Yo tenía ya muchas ganas de ver a mi papá, a mi mamá, a mis hermanos, al resto de mi familia y a mis amigos. Además, Anna y yo podíamos seguir conociéndonos y ella tendría la oportunidad de convivir con mi familia, de conocer mi país.
Entonces, el nueve de septiembre volví a Madrid. Lavé mi ropa sucia y organicé de nuevo mi mochila. Tres días después, la mañana del 11 de septiembre de 2001, inicié mi viaje de retorno a México. Como los demás pasajeros del vuelo y como casi todos los habitantes del planeta, no tenía idea de que ese, sería un día trágicamente histórico. No sabía que en el momento justo en que un primer avión se estrellara contra las torres gemelas, yo estaría volando con dirección a Nueva York.
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