El otro día estuve organizando mis libros. Hacía por lo menos siete años que nadie les metía mano. Los saqué del librero y los empecé a apilar de acuerdo a su tema, mezclándolos con los libros que traje en mi último viaje. Fueron por lo menos dos horas de combinar alérgicos estornudos con alegres suspiros. Cada libro me recordaba un momento diferente de mi vida pasada. Los abría, los hojeaba; el olor a “guardado” me hacía estornudar, suspiraba, sonreía. Entre mis libros encontré también unas carpetas llenas de cartas, cuentos y canciones. Empecé a leer algunos textos y fue así como volví a Villarrica, Veracruz.
Desde mi último año de preparatoria comencé a soñar con viajar; con irme lejos y aprender más cosas sobre el mundo y sobre mi mismo. Desde entonces comencé a viajar cada vez que podía; muchas veces desacatando las reglas de la casa. Primero fue Tampico, luego viajes cortos al Ojo de Agua en Actopan, Tecolutla y Villarica. Todavía recuerdo lo emocionado que estaba con mi primer viaje de aventón desde el Ojo de Agua hasta Xalapa. Recuerdo también aquel viaje a Villarrica que fue como un retiro espiritual en un momento en donde me cuestionaba si seguía o no con mis estudios universitarios. Recuerdo que era el año 96 cuando me fui, solo con mis sueños y conflictos existenciales a una playa, varios kilómetros al norte del Puerto de Veracruz.
Tomé un camión AU en la central de autobuses de Xalapa y me bajé a pie de carretera en Villarrica. Para mi era una gran aventura dejar mi casa, irme solo a pasar unos días en la playa y en la montaña. Me sentía libre, con la posibilidad de comerme el mundo. Me sentía liberado de una realidad que no me estaba resultando tan cómoda, de un ambiente, en general, poco estimulante: el de la fresaría tonta de universidad de Xalapa.
Durante ese viaje escribí algunas notas. El tres de abril de 96, contemplando el amanecer, sentado sobre una piedra en las ruinas de Quiahuixtlan, escribí: “Al estar a la altura que estoy no se oyen más que las aves que por aquí vuelan, uno que otro coche que pasa abajo, por la carretera, el viento que corre libre y levemente el oleaje del mar. Aquí arriba, custodiando las ruinas, hay tres vigilantes, un niño y un perro. El niño está jugando “escondidillas” con el perro. El niño corre, se esconde detrás de un basamento piramidal, se queda inmóvil. El perro lo encuentra, el niño sonríe, el perro menea la cola. El rostro sonriente del niño y el amigable menear de cola del perro me encantaron, fue una imagen tan bonita, tan natural… irradiaban paz, armonía… cariño… ¡Se veían tan libres de todo!